Safari en Ngorongoro. Por Pablo y Miriam
Safari en Ngorongoro. Por Pablo y Miriam

Hakuna Matata: 12 días por Tanzania (por Pablo y Miriam) - Udare

Hakuna Matata (‘sin problema’ en castellano) es una de las expresiones que más vas a escuchar en Tanzania. Un país en el que uno de sus emblemas es la jirafa, símbolo de paz y elegancia, y en el que, inevitablemente, te sentirás como un testigo privilegiado del ciclo de la vida al que se cantaba en el inicio de El Rey León.

Desde los baobabs del Tarangire a las llanuras el Serengueti, pasando por el majestuoso cráter del Ngorongoro y las cristalinas aguas de Zanzíbar, Tanzania siempre tiene una sorpresa que ofrecer. Ya sean emboscadas de grandes felinos, encuentros con delfines o la cercanía de su gente.

Jirafa, zebras y acacias Serengeti. Por Miriam

Jirafa, cebras y acacias Serengeti. Por Miriam

Antes de comenzar la aventura, alguien nos dijo que, si nuestra ruta fuera un menú, el Tarangire sería el aperitivo, el Ngorongoro el entrante y el Serengueti el plato principal. Y no se equivocó. Como en una película, las emociones fueron in crescendo hasta una traca final difícil de repetir. Así vivimos nosotros, Miriam y Pablo, nuestro viaje de 12 días por Tanzania.

Tarangire

Dicho lo anterior, el Tarangire es un parque menos conocido que los otros dos, pero una excelente carta de presentación de lo que ofrece Tanzania. Con puntualidad británica, a las 07:30 de la mañana, Joseph, nuestro conductor, y Humphrey, nuestro guía, nos esperaban en la puerta de nuestro coqueto hotel, a las afueras de Arusha. Por delante algo más de dos horas de traslado hasta la entrada al parque que nos sirvieron para conocer algunas de las particularidades del país y su cultura de la mano de Humphrey y su excelente castellano.

Impala bebiendo Tarangire. Por Miriam

Impala bebiendo Tarangire. Por Miriam

El Tarangire es un parque que se caracteriza por sus baobabs (sí, el árbol de El Principito), por sus manadas de elefantes y cebras y por la abundancia de jirafas. También pudimos disfrutar de antílopes, mangostas y monos Vervet, estos últimos nos acompañaron amistosamente durante la (copiosa) comida en formato picnic. Nuestro guía nos había advertido que aquí es difícil ver a los grandes felinos, aunque ‘haberlos haylos’.

Mono Vervet Tarangire. Por Pablo

Mono Vervet Tarangire. Por Pablo

Haber podido observar al resto de animales de cerca ya había saciado nuestras expectativas, pero nos esperaba una última sorpresa. Prácticamente saliendo del parque, nos topamos con dos leones macho jóvenes que descansaban plácidamente a la sombra de un árbol. La guinda de una primera jornada que ya había sido inolvidable.

Ngorongoro

¿Tenéis en vuestra mente la escena inicial de El Rey León en la que todos los animales acuden al ‘bautizo’ de Simba? Pues eso es el cráter del Ngorongoro. Tras pasar la noche en Karatu, la primera parada fue en el mirador de este cráter de 20 kilómetros de diámetro y más de 300 kilómetros cuadrados de superficie. Una vista impresionante de un paraíso de la naturaleza.

León Ngorongoro. Por Pablo

León Ngorongoro. Por Pablo

Tras cruzarnos con un importante grupo de babuinos durante el descenso, una manada de doce leones, encabezada por el macho dominante, nos dio una cálida bienvenida a la llanura del Ngorongoro. Pasamos un rato sin intercambiar palabra alguna, observándoles, especialmente al león dominante, que decidió descansar a pocos metros de nuestro coche. Nos impresionó su elegancia y la sensación de fuerza que transmitía.

En Ngorongoro. Por Pablo

En Ngorongoro. Por Pablo

A partir de ahí, el Nogorongoro te ofrece, sobre todo, cantidad. Cantidad de búfalos, ñus, cebras, gacelas, hipopótamos, flamencos, pelícanos y otras aves de agua salada que comparten un mismo escenario. Un golpe de vista y ahí están, ante tus ojos, como si estuvieras viendo un documental de La2. Otros son algo más esquivos, léase hienas, gato serval o rinoceronte. A pesar de ello, sí que pudimos ver ejemplares de los dos primeros; el rinoceronte, para la próxima ocasión.

Serengueti (dos días)

La joya de la corona. Es verdad que, después de ver tantos animales juntos el día anterior, hay que tener cierta paciencia. Los Masái Mara (vimos algunos de sus poblamos más recónditos en nuestro camino al parque) llamaron a este territorio Serengeti, ‘llanura infinita’. Y no les faltaba razón. Su extensión es tan amplia que, a pesar de su abundante fauna, hay que dedicar algo más de tiempo a desplazamientos que en los parques anteriores. Pero merece la pena.

Entrada de Serengeti, foto de equipo. Por Pablo

Entrada de Serengeti, foto de equipo. Por Pablo

De hecho, nosotros vimos una manada de leones antes incluso de entrar en el propio parque (los recintos no están delimitados con vallas, solo hay una puerta que marca la entrada). Poco después, unos cachorros de león se escondían entre un arbusto al lado de la pista. Nuestro guía (que todo lo ve) nos avisó. “Su madre debe de estar de caza y por eso los ha dejado solos”, nos dijo. Y es que Humphrey no desaprovechaba la oportunidad para hablarnos de los animales, de sus características y costumbres, trucos para distinguir si eran macho o hembra y otras curiosidades.

Dos leopardos (otro de los integrantes del ‘Big Five’) encaramados a sendas ramas de un árbol fueron nuestro siguiente objetivo, antes de que nos topásemos con una leona y sus dos crías. Allí, a cuatro metros del coche, los cachorros mamaban, primero, y jugueteaban, después. Otra vez el silencio. Observar. Mirar. Disfrutar. Una foto y volver a disfrutar. Cómo un animal tan letal puede despertar esas ganas de acercarte hasta casi tocarlo. Indescriptible.

Leopardo cachorro Serengeti. Por Pablo

Leopardo cachorro Serengeti. Por Pablo

Parecía mentira que poco después estuviéramos comiendo en el corazón del Serengueti, con las puertas del coche abiertas, con total tranquilidad, y con vistas a una manada de elefantes que avanzaba sin prisa, pero sin pausa, por la llanura. Alguno de ellos, incluso, jugueteaba persiguiendo a un avestruz. Nos sentíamos como David Attenborough por momentos.

Por la tarde, uno de los momentos inolvidables del viaje. “Aquí hay tomate”, nos dice Humphrey. Entre algunos guías utilizan esta expresión para referirse a grandes animales. El ‘tomate’ era un guepardo con sus cuatro crías. “Va a cazar”, afirma, convencido. “No sé, las gacelas Thompson están muy lejos aún”, pensamos.

Tras cruzar el camino en el que nos encontrábamos, avanzar con total parsimonia y una espera que se nos hizo interminable, el velocista echó a correr. 20 segundos después, de entre la nube de polvo, emergió el guepardo con una gacela entre sus fauces. Pelos de punta. Eso que tantas veces habíamos visto por televisión, en directo. Sin trampa. ¿Pueden poner la repetición? Impresiona, de verdad que impresiona.

Guepardo y crías Serengeti. Por Miriam

Guepardo y crías Serengeti. Por Miriam

Con esa imagen nos fuimos a la cama. Aquel día hicimos noche en pleno Serengueti, en uno de los campamentos que hay dentro del parque, en primer lugar, porque es una experiencia, y, en segundo, para evitar perder tiempo en desplazamientos. Si tenéis la oportunidad no la desaprovechéis. Allí, el comedor es una tienda de campaña enorme y tu ‘habitación’ otra especie de tienda de campaña a la que no le falta detalle: baño, ducha, lavabo, una cama enorme… El guía nos dijo que, a veces, por la noche se escucha a hienas o leones… pero el sueño nos venció.

Cría mamando Serengeti. Por MiriamCría mamando Serengeti. Por Miriam

Cría mamando Serengeti. Por Miriam

La primera jornada había dejado el listón muy alto para un segundo día que, al menos, lo igualó. Tras ver varias manadas de elefantes y una gacela y un ‘Pumba’ (jabalí verrugoso) muertos en lo alto de sendos árboles (la despensa de los leopardos), nuestros guías decidieron seguir el curso de un arroyo. “Por aquí se suelen esconder los leones. Aprovechan para cazar cuando los otros animales se acercan a beber agua”, nos dice Humphrey. Por el camino vimos varios cocodrilos, hipopótamos, un Marabú africano (impresiona su tamaño), gacelas… Y ahí está, una leona, entre la vegetación, avanzando hacia una manada de cebras. Cientos de ellas ‘arremolinadas’ a un lado y otro del arroyo. Pero la leona se tumba.

Leona y crías de león. Por Miriam

Leona y crías de león. Por Miriam

Parece que hoy no vamos a tener suerte, ¿o sí? Avanzamos con el coche y nos situamos prácticamente entre las cebras. La leona sigue tumbada. A lo lejos, un león macho entra en escena. Avanza firme, entre los juncos y hierbas del cauce. Cada vez se acerca más. Comienza a agacharse, a avanzar más despacio, sigiloso. Las cebras están nerviosas. Algo pasa. De repente, el león sale de su escondite y empieza a correr. Las cebras gritan. ¿Habrá cazado? Un pequeño montículo de hierba nos impide ver el desenlace. Hasta que el león vuelve a aparecer, derrotado, exhausto, se cobija entre los arbustos. Pero las cebras ya le han descubierto. De nuevo una sensación de película.

¿Se habría reservado algo el Serengueti para el tramo final? La duda ofende. Más que satisfechos por todo lo visto, bajo un pequeño árbol, junto al camino, un leopardo macho nos esperaba para despedirse. Es extraño que un leopardo descanse en el suelo y no en las ramas de un árbol, pero esto nos permitió verle muy, muy cerca. Sin querer, debimos de perturbar su tranquilidad, pues tras dedicarnos varias miradas, decidió cruzar por delante del coche y emprender ruta hacia lugares más tranquilos.

La vida en Mto Wa Mbu

Miriam y yo siempre hemos viajado ‘por nuestra cuenta’, de mochileros, porque creemos que esta es la mejor forma de conocer la realidad de un país, de su cultura y su gente. No es la más cómoda, ni quizá la más segura, pero sí la que consideramos más auténtica. Quizá esto es lo que echábamos un poco de menos en los primeros días del viaje. Conocer cómo es la vida en esta zona rural del norte de Tanzania, fuera de los grandes parques y de los itinerarios más turísticos.

Ruta en bici en Mto Wa Mbu. Por Miriam

Ruta en bici en Mto Wa Mbu. Por Miriam

Por eso no dudamos en aceptar cuando Humphrey nos ofreció la posibilidad cambiar nuestro planning. Sustituiríamos la visita al Lago Manyara por una ruta por Mto Wa Mbu, una localidad que linda con el lago y que, según nos contaron, tiene más de 11.000 habitantes, aunque, dada su dispersión, ni mucho menos lo parece. Por sus características (casas bajas, de adobe muchas de ellas, con techos de chapa, dispersas, huertos, plantaciones…) da la sensación de ser un pueblo mucho más pequeño.

A rueda de Michael, nuestro guía por Mto Wa Mbu, hicimos una pequeña ruta en bici por sus calles. Como es habitual en esta zona, el asfalto y la algarabía que rodea a la carretera principal se convierte en calles polvorientas y silenciosas en apenas unos metros. Al fondo de la calle, a lo lejos, se divisa una pared vertical: “El valle del Rift”, nos dice Michael. Poco después visitamos una plantación de plátanos (allí también cultivan una variedad denominada plátano rojo) y otra de arroz.

Nos llamó la atención la cercanía de los niños. Los más tímidos te dedicaban una sonrisa, los menos te saludaban (“¡Jambo!”) y los más atrevidos no dudaban en darte la bienvenida a voces desde la puerta de sus casas. También nos sorprendió como cocinaban algunas mujeres fuera de sus casas, con una cazuela apoyada sobre unas pequeñas piedras que delimitaban la lumbre.

Primera parada, el mercado local. Nos pareció interesante porque allí puedes conocer gran variedad de especias y algunas frutas exóticas poco comunes e, incluso, desconocidas para nosotros. Nos llamó la atención, también, saber que las semillas de baobab se usan a modo de chicle. El entorno, el ambiente (sorprendentemente tranquilo) que rodea a este mercado hace que sea una visita obligada para acercarte, aunque solo sea un poco, a su vida del día a día.

Preparando la cerveza artesana en Mto Wa Mbu. Por Pablo

Preparando la cerveza artesana en Mto Wa Mbu. Por Pablo

Segunda estación, una especie de ‘bar local’. Allí nos explicaron cuál es el proceso para elaborar una cerveza de plátano artesana. Y, claro, había que probarla ¿no? Al no tener gas, nos dio la sensación de que se parecía más a un zumo con mucho lúpulo (porque se veía, literalmente). Un sabor intenso, pero que, de no saberlo, no lo habríamos asociado al plátano. Aquí nos contaron una anécdota: ¿sabéis que en Tanzania está prohibido beber alcohol durante las horas de trabajo? Pues así es.

Continuamos nuestra ruta a pie, entre extensas plantaciones de plátanos. Qué tranquilidad. Siguiente parada, la tribu de los Makonde. Se trata de una tribu originaria de Mozambique que durante la Guerra Civil de su país emigró y se estableció en Mto Wa Mbu. Son conocidos por sus bonitas figuras de madera, ya sean de ébano, teca… Aunque también tallan utensilios del día a día, djembés, crean cuadros con cáscara de plátano… Merece la pena conocer su historia de primera mano y ver la maestría con la que trabajan la madera.

Hora de comer. Nos trasladamos hasta una especie de ‘restaurante local’ donde la anfitriona nos había preparado todo un festín de platos típicos. Arroz, carne guisada, pollo, berenjena, beans… Y, por supuesto, no podía faltar el chapati, una especie de torta al estilo crepe, y el ugali, una pasta de maíz que, por sí sola, es bastante insípida, así que la utilizamos de acompañante. Con el estómago lleno volvimos al coche. Los masáis nos esperaban.

Con los Masai. Por Miriam

Con los Masai. Por Miriam

A pocos kilómetros de Mto Wa Mbu, junto a la carretera, se encuentra el poblado que visitamos. Evidentemente, ni es el más recóndito, ni son masáis que nunca hayan visto un turista. Pero es una buena forma de conocer de cerca cómo es un poblado y alguna de sus costumbres. Nos recibieron con un animado baile de bienvenida al que nos acabamos uniendo, ¡qué remedio!, y una breve explicación del poblado. Nos mostraron su forma artesanal de hacer fuego y entramos en una de sus ‘viviendas’. De forma circular, de adobe y tejado de paja, ¿qué podía tener? ¿Cuatro metros cuadrados? Impactante. También conocimos el espacio donde los niños aprenden y compartimos unos minutos con ellos.

En definitiva, si estás esperando conocer a fondo el África profunda, este no es tu plan. No deja de ser un recorrido diseñado para turistas. Pero, en nuestra opinión, sí merece la pena. Porque lo que ves durante el recorrido en bici y durante el paseo a pie es lo que hay, sin trampa ni cartón. Y nuestro guía, Michael, no rehuyó ninguna de nuestras preguntas. Por eso nos pareció una forma interesante de acercarnos, aunque sea un poco, a la realidad de su día a día.

Zanzíbar, Stone Town

Tras unos primeros días intensos era el momento de descansar. ¿O no? El primero de los cinco días que dedicamos a Zanzíbar lo pasamos en Stone Town, la capital de la isla. Una ciudad Patrimonio de la Humanidad que vivió su esplendor fundamentalmente en la segunda mitad del siglo XIX gracias al comercio de esclavos y que, a día de hoy, presenta signos de decadencia, aunque conserva parte de su encanto. En este sentido, nos recordó un poco a La Habana.

Paseando por el mercado de Stone Town. Por Miriam

Paseando por el mercado de Stone Town. Por Miriam

Tras visitar el paseo marítimo, el dispensario, y el fuerte, decidimos perdernos por el laberinto de callejuelas que conforman su centro histórico y que le ha valido el reconocimiento de la Unesco. Calles, hoy en día, muy turísticas, pero que conservan cierto encanto. Mención especial para sus puertas talladas; ya puede estar el edificio en ruinas que la puerta conserva su bonita filigrana. Al lado, el Museo de Freddie Mercury, que nació en Zanzíbar, aunque decidimos no entrar. No teníamos mucho tiempo y teníamos marcados otros objetivos en nuestra agenda.

Entre ellos, una visita obligada al caótico mercado de las especias (Djarini Market), abarrotado. Y es que, aunque Zanzíbar pertenezca a Tanzania, parecía que habíamos cambiado de país. La mayoría musulmana de la isla, sus atuendos, las llamadas al rezo, sus caóticas calles y el olor a especias nos trasladaron, por momentos, al corazón de Estambul.

Djarini Market en Stone Town. Por Pablo

Djarini Market en Stone Town. Por Pablo

Lo que más nos impactó fue la visita al mercado de los esclavos. De la mano de un guía local, conocimos las catacumbas en las que se hacinaban los esclavos. Dos salas pequeñas, húmedas y sin apenas luz de las que muchos ni siquiera llegaron a salir vivos. Una escultura y un pequeño pero completo museo con imágenes y paneles que detallan lo que ocurrió conmemoran una de las páginas más oscuras y, al mismo tiempo, de mayor esplendor de la ciudad. Precisamente, sobre el mercado de los esclavos se levanta actualmente la Catedral Anglicana.

Tras ‘patear’ la ciudad decidimos relajarnos viendo el atardecer desde la playa que hay frente al África House Hotel, un antiguo club inglés que, si bien por fuera ofrece una imagen decadente, en su interior todavía conserva el aire señorial y elitista de lo que hace décadas fue. La playa era un hervidero de lugareños.

Con la puesta de sol decidimos volver al paseo marítimo, en el que, de la nada, había surgido un buen número de puestos de comida. El pequeño muro que separa el paseo del mar, abarrotado. De nuevo nos recordó al Malecón, La Habana. ¡Qué gentío, qué ambiente!

Preguntamos a un camarero: “¿Se celebra alguna fiesta?” “No, todas las noches se celebra el mercado nocturno y los fines de semana viene más gente”, nos dice. “Ya, pero es domingo”, pensamos. Nos sorprendió la vida que desprendía la ciudad a esas horas. No era tarde, pero allí la jornada laboral comienza antes que en España. Merece la pena darse una vuelta, vivir ese ambiente festivo.

Zanzíbar, sus playas… y más

Tras poco más de hora y cuarto de viaje por carretera hacia el norte, llegamos a Nungwi, una de las zonas de playa más conocidas de Zanzíbar. Sus playas de arena blanca y sus aguas turquesa nos recibieron como una postal más propia del Caribe. Pero en Nungwi conviven dos realidades bien distintas. Opuestas, diría yo.

Playa de Nungwi. Por Pablo

Playa de Nungwi. Por Pablo

Decidimos dar un paseo por la playa para relajarnos y conocer un poco la zona. ¿Relajarnos? Error. El recibimiento, cuanto menos, fue intenso. Agobiante, por momentos. En cada una de las playas hay lugareños que te ofrecen bisutería, recuerdos, masajes, fruta, peinados y una amplia variedad de excursiones en barca. No éramos capaces de dar dos pasos sin que nos ‘abordase’ alguien. Los días siguientes descubriríamos que esto no era siempre así.

Quizá nuestro error fue haber idealizado Nungwi antes de conocerlo como un paraíso de paz, que lo es, pero con matices. Pasado el agobio inicial, reflexionamos. Es normal que los paisanos, muchos de ellos viven al día, intenten ganarse la vida de esta forma. Más, si cabe, tras una pandemia que había acabado con su principal fuente de ingresos: el turismo. De hecho, cuando nosotros viajamos (finales de septiembre y principios de octubre), los turistas que estábamos por allí éramos muy pocos. Así que, con más motivo, no podían dejar pasar la oportunidad de acercarse e intentar ganar unos cuantos dólares.

Con ciertas reticencias, y tras el regateo de turno, finalmente nos comprometimos a hacer una excursión para “nadar con delfines” con uno de los locales. Habíamos leído sobre el atolón de Mnemba y esta nos pareció una buena forma de llegar hasta este enclave privilegiado.

Mnemba. Por Miriam

Mnemba. Por Miriam

A las ocho y media de la mañana del día siguiente zarpábamos en una pequeña embarcación junto a otros siete turistas, el ‘capitán’ y un ayudante. Hora y poco más tarde, allí estaban los delfines, nadando con tranquilidad en aguas poco profundas y no muy lejos de la costa.

El encuentro fue bonito, pero también lo tenemos que decir, poco ‘eco-friendly’. Al grito del capitán (“Jump!”) todos saltábamos al agua para “nadar” con ellos. Evidentemente, el ruido de los motores y de la gente zambulléndose los ahuyentaba, por lo que al final era mejor quedarse en el barco y disfrutar de ellos desde la superficie, intentando molestarles lo menos posible. Dicho queda, si queréis ver delfines en la zona, hay otras opciones más respetuosas.

Poco después fondeamos el barco a la orilla de la isla de Mnemba. Se trata de un islote privado que alberga un pequeño resort de lujo propiedad de una empresa ligada a Bill Gates, según nos contaron. Así que no se puede pisar su arena. Pero sí disfrutar de un rato de snorkel en aguas muy poco profundas con multitud de coloridos peces. Eso sí, en el atolón, separado de la isla por una lengua de agua, sí que pudimos poner pie a tierra para disfrutar de un paisaje que bien podría ser el escenario de una película de Piratas del Caribe.

De vuelta a Nungwi, decidimos conocer la otra realidad. Salimos de la zona de resorts, que copan toda la línea costera, para recorrer Nungwi pueblo. Resulta impactante el contraste que existe. De tener todas las comodidades, piscina y restaurante incluido, a vivir con lo básico, con lo que ofrecen las vacas, las cabras, las gallinas, los frutales y el mar. Todo separado por una puerta metálica.

Paseando por Nungwi. Por Miriam

Paseando por Nungwi. Por Miriam

Entre los saludos y las sonrisas de los más pequeños (también alguna mirada de cierta sorpresa de los no tan pequeños, todo hay que decirlo) las polvorientas calles nos llevaron hasta la zona de pescadores, donde los locales arreglaban sus humildes embarcaciones de madera y colocaban sus redes. También hasta su ‘lonja’ local, donde el fuerte olor a pescado, incluso al aire libre, lo impregnaba todo. Las mujeres lavando a la puerta de sus casas, algunos niños en la madraza (escuela), otros jugando, las vacas buscando algo que llevarse a la boca…

Fue un paseo muy enriquecedor. Aquí, a diferencia de lo que ocurre en la playa, nadie te intenta vender nada. Cada uno tiene sus quehaceres. Tú eres un invitado que, por un momento, ha salido de su zona de confort y lo que tiene que hacer es ser lo más respetuoso posible.

Decidimos volver rodeando, por la costa, cruzando resorts a cuál más lujoso, aunque, eso sí, a medio gas. Una vez has hecho una excursión y se lo dices a los lugareños cuando vienen a ofrecerte otra, estos son menos insistentes. De hecho, entras en su dinámica y hasta te echas unas risas. Incluso alguna charla es más que interesante. Hasta puedes conocer cómo y por qué ha llegado un masái a las playas de Zanzíbar. Eso ya nos gustaba más. En cierto sentido, notábamos que nos habían dejado de ver como dólares andantes para volver a ser personas.

Tras la gran experiencia de Mnemba, el último día decidimos ‘explorar las profundidades’ del atolón. Unos días antes habíamos contactado con un chico catalán de una empresa de buceo. Nosotros habíamos hecho el bautismo en España, pero lo de bucear en el mar nos daba respeto. Tras hablar con él y realizar la formación, primero en tierra, y después en aguas poco profundas de la playa, nos decidimos a hacerlo. ¡Menuda experiencia!

Realizamos dos inmersiones al sur de la isla de Mnemba, justo al lado opuesto del día del snorkel. Allí hay una pared de coral de unos 20 metros de caída. Nosotros, como principiantes y bajo la atenta mirada del monitor, descendimos a doce metros. Parecía increíble ver pasar por encima de tu cabeza grandes bancos de peces, observar cómo se escondían otros entre las anémonas, incluso ver a un pez león intentar pasar desapercibido… Para rematar, en el camino de vuelta, los delfines volvieron a dejarse ver y, esta vez sí, de una forma respetuosa, sin interferir en su camino.

Satisfechos por lo vivido, nos apresuramos a degustar el último atardecer del viaje. Y es que las puestas de sol de la costa oeste de Nungwi tienen un encanto especial. Por el color de sus aguas, por sus pequeñas embarcaciones, por la tranquilidad (ahora sí) de sus playas, por el naranja intenso del cielo…

Y así, poco a poco, se apagó un viaje inolvidable.